lunes, octubre 16, 2006

Querido Dios...

Hace tiempo que quería escribirte para preguntarte muchas cosas y, la verdad, no me animaba. Todavía hoy mientras te escribo pienso que me pasará contigo lo mismo que con todos los adultos: no tienen respuestas para nosotros los niños, lo más que hacen es explicarnos con palabras muy complicadas algo que no les preguntamos. En fin, espero que resulte y tu puedas contestarme todas las preguntas que brincan en mi cabeza durante las noches. Porque has de saber que, después de que me mandan a dormir, leo un rato y cuando oigo que se acercan los pasos de mamá o papá para apagar mi lamparita, cierro los ojos –no el libro-, si están de buen humor, me dan un beso y me quitan el libro de las manos, si no, apagan la luz. Y ahí comienza el asalto: preguntas sin respuestas entre los ruidos de la noche, las gotas de lluvia que veo a través de la ventana y las delgadas cortinas que dejan pasar la luz de la luna o la oscuridad de la noche, que a veces es larga, larga como el túnel que pasa por debajo de los Alpes, cerca de Turín. Silenciosa, inquietante y densa. ¿Por qué la noche es tan deliciosa y a la vez tan inquietante? ¿por qué llega a mi ventana el ruido lejano de la música, mezclado con las sirenas de las ambulancias o patrullas de policía en medio del silencio?

En realidad esas no son las preguntas más importantes. Pero antes, déjame decirte algo: se que estás muy ocupado con tantas cosas que pasan y tienes que resolver. Mi abuela me ha dicho que tu siempre estás cuidando a los que sufren, a los que están en peligro, a los enfermos y a los niños, así que, si mi papá esta muy ocupado siempre con su trabajo y él sólo tiene a su cargo una empresa, no te preocupes, me imagino que tu tendrás más trabajo que él, así que no seré desesperado con las respuestas. Te escribiré todas las que me acuerde y, hasta que termine, te mandaré la carta para que te tomes todo el tiempo que necesites para contestarla. Y mientras tú piensas las respuestas, puedo ponerme a jugar.

Hace unos días fui a la tienda con mamá en el automóvil y, como ya soy grande, me pidió que me bajara a comprar leche. Me dio dinero y me dijo que pidiera la leche. Un señor grandote estaba pagando y una señora con un bebé en los brazos esperaba a que la atendieran. Mientras esperaba mi turno detrás de la señora con el bebé, escuché gritos y carcajadas y muchas palabras que a mis papás no les gustaría oírme. Eran dos estudiantes, me lo imagino porque llevaban libros y cuadernos. Atrás de ellos, entró un señor con un bastón y se alejó de los muchachos. La señora con el bebé salió y el señor de la tienda preguntó a los jóvenes qué querían. Le pidieron dos cervezas. Se las dio, pagaron y se fueron. El anciano se acercó al mostrador y pidió unos cigarros. De pronto, escuché que mi mamá me preguntaba desde el auto si tardaría más. Le contesté que no sabía. Cuando me asomé a contestarle a mi mamá, había entrado una señora con su hija y estaba adelante de mí. Mamá bajó del auto y me dijo que tenía prisa por llegar a la casa. Tomó el dinero de mis manos y pidió la leche al tendero. En la noche, cuando ya había cerrado mi libro me preguntaba lo que te pregunto hoy: ¿Por qué a veces los niños somos invisibles? ¿Por qué el señor de la tienda pudo ver a todos menos a mi?

1 comentario:

Juan Manuel Escamilla dijo...

¡Cielos! Me fascinó. Mucha viveza narrativa, sencillez en el relato, el tema muy creativo. Me gusta tu pluma. Me recordaste un post que subí hace tiempo:

http://karamazovi.blogspot.com/2007/03/fe-infantil.html

¡Saludos!